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En el progresismo no necesitamos a un mesías. Necesitamos visión, generosidad y conducción.

Por Xavier Altamirano

Octubre 20, 2020

Por Xavier Altamirano

Con el golpe de 1973 no sólo se quebró el curso democrático chileno; también se empezó a escribir un largo capítulo de nuestra historia. La revuelta de octubre 2019 y la pandemia posterior fueron la prueba final para esos 40 años de arquitectura institucional. El peso de los hechos –acumulados y detonantes– indican que el momento neoliberal ha quedado superado. No es un juicio, no es una descalificación, es una constatación histórica: el modelo de los 80 no pasó la prueba porque está desfasado con el presente de Chile y el mundo.

Si desconocemos esta premisa, seguiremos atrapados en la incomprensión, perdiendo tiempo valioso e impactando en vidas concretas. Persistir en la concepción de sociedad que nos regía –mediante negación o reformas parche– sólo puede traer más erosión de la convivencia y atrasar la construcción de nuevos pilares económicos.

Ante esto, cuesta entender la miopía de las fuerzas opositoras sobre lo que está en juego: ni más ni menos que la escritura de la nueva página de nuestra historia republicana. Es decir, el marco de nuestro desarrollo para los próximos 30, 40 años. Urge salir de nuestro letargo para construir una alternativa realista y movilizadora.

¿Cómo evitar que las disputas tribales impidan la construcción de las mayorías sólidas que exige una transformación de este calibre? Tal vez no haya solución a la incapacidad para distinguir lo prioritario de lo accesorio. Pero un camino es pensar en propósitos comunes en un arco que llegue, al menos, al 2030 –coincidencia virtuosa entre nuestro calendario electoral y los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU.

Veamos. Primero, está el proceso constituyente para definir nuevas reglas, la gran gesta de esta generación de líderes. Son dos plebiscitos y una elección de convencionales, donde el fondo y la forma son igualmente relevantes. Representar una alternativa fiable y legítima demanda propuestas convincentes, pero sobre todo participación real y rendición de cuentas. El vínculo constituyente con la ciudadanía debe ser nuestro sello durante todo el proceso.

Segundo, tendremos dos elecciones municipales y de gobernadores. El progresismo ha demostrado que es posible llevar a los territorios una visión de sociedad con bienes públicos defendidos por el gobierno local. Junto con masificar nuestras buenas experiencias municipales, lideremos estrategias con los habitantes de las regiones, para que participación rime con políticas ambientales, industriales, de transporte y de empleo.

Tercero, habrá dos presidenciales. La primera será clave para instaurar un nuevo dibujo del aparato estatal y políticas públicas sostenibles, con un número acotado de reformas. La sobriedad fiscal tendrá que descansar en pactos de gobernabilidad con las distintas fuerzas democráticas en el Congreso. Si lo hacemos bien, un segundo gobierno podría consolidar y ampliar.

En conclusión, no es posible avanzar unitariamente si no hay propósitos claros en diálogo con la ciudadanía: serán las piezas de un puzzle, para construir un país con otra mirada del esfuerzo individual y colectivo, con un rol público renovado en lo local, regional y nacional, y con tomas de decisiones más horizontales y dinámicas.

En el progresismo no necesitamos a un mesías. Necesitamos visión, generosidad y conducción para traducir la maduración de fenómenos que ya están acá, en realidad alcanzable.

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